sábado, 28 de agosto de 2010

HACIA EL CAMPO DE LAS ESTRELLAS (Cap. II)

Casilda respira hondo y se atreve a subir las empinadas escaleras del albergue de un tirón, sube decidida, con aplomo, como si no se hubiera hecho 20 kilómetros andando, llega al rellano y sin titubear, gira a la izquierda para llegar hasta la habitación en la que vamos a dormir juntos, ella y yo. Soy yo quien tiene el privilegio de abrir la puerta y descubrir una estancia de dimensiones justas, camas separadas y decoración austera pero armónica. Como era de esperar algunos cuadros alusivos a la ruta Xacobea, y poco más. Me siento sobre la cama y, de golpe, soy consciente del cansancio y el dolor de la primera etapa. No creo tener ampollas, pero siento rozaduras por diversas partes del pie y una vaga sensación de mareo y debilidad. Casilda por el contrario no para, se quita la mochila, de descalza y se afana en cumplir la liturgia de todos los días. Se ducha, se da un ungüento grasiento y denso en los pies; y comienza una sesión de reflexoterapia podal que dice que le ayuda mucho también para los dolores del reuma. Descansamos una hora tras una buena sesión de masajes que van y vienen entre nuestras manos y nuestros pies; y nos vamos a dar una pequeña vuelta de reconocimiento al pueblo.

Caminamos unos minutos hasta el Puente de la Rabia, una bonita construcción del siglo XII; y hacia la fuente de aguas curativas, que buena falta nos hace. El pueblo es pequeño, pero lleno de encanto. Hay peregrinos por todas partes, pero no resulta agobiante. Nuestra conversación en castellano se mezcla con la de otros en inglés y francés sobre todo; pero yo abro todos los canales de comprensión para centrarme en mi amiga, que creo que tiene unas inmensas ganas de hablar y de contarme algún capítulo de su vida que hace tiempo que no le cuenta a nadie. No me equivoco, durante la cena… un tanto frugal…, me habla de su marido, de los pormenores de su triste fallecimiento tan repentino; de su soledad, de su pasada angustia al saberse sola sin más apoyo que el de tres hijos disgregados, por razones de trabajo, en Salamanca, Segovia y Santander respectivamente. La escucho con la sensación de que no es tristeza lo que siente, sino rabia por tener tan lejos a sus hijos que tanta falta le hacen en este momento, no entiende las razones que les han llevado a abandonar Zamora en busca de trabajos que no les satisfacen “y para eso se van tan lejos… anda que no hay trabajos malos en Zamora…

La tarde va perdiendo sus colores, se ilumina la iglesia y ahora si que es una delicia pasear y disfrutar de las calles empedradas. Me siento bien en este entorno, por momentos hay abundancia de gente rebosando las puertas de los pocos bares, pero es una muchedumbre silenciosa, fatigada del camino y con ganas de reposo. Nos vamos al albergue “mañana a las seis en pie, eh majo” y empiezo a ser consciente de que voy a dormir junto a una desconocida, de 73 años cuyas costumbres desconozco… a ella parece darle igual.

Casilda parece que no para de darme sorpresas, al llegar a la habitación oigo una canción muy de moda estos últimos meses, “Viva la vida” de Cold Play, y pienso que puede ser alguna especie de hilo musical de la posada; pero no, se trata de su iPhone que saca con toda la naturalidad del mundo del lateral de su mochila.

- Hola nena, me pillas entrando en la habitación con un hombre… ¡No tonta!, cómo voy a ligar, si podría ser mi hijo…

Y mi amiga se ríe con una carcajada amplia y feliz porque está hablando con su hija, la de Santander, y le cuenta día a día los avatares de la etapa, los hallazgos del camino y sus planes para el próximo día. Como tenemos iPhone miramos la etapa del día siguiente y nos hacemos una idea de lo que nos espera. Parece, además, que hará buen tiempo y apenas hay tramos en carretera. Todo controlado, podemos dormir.

El día amanece entre nubes bajas y temperatura algo fresca; he dormido del tirón y sin sentirme intimidado por la presencia. Desayunamos fuerte y comenzamos una jornada que va a estar jalonada de puentes románicos y tramos en descenso hasta nuestra meta: Pamplona. La ruta es bonita, después de pasar una fábrica de manganesa a la salida de Zubiri, nos adentramos en una serie de valles que atraviesa el río Arga y algunos de sus afluentes. El paisaje es cada vez más verde y zigzagueante; la sombra nos acompaña durante la mayoría de los tramos, y lo agradecemos porque las nubes bajas han sido fulminadas por un sol engañoso que nos castiga las zonas más expuestas de nuestro cuerpo. A ratos callamos, pero a menudo hablamos retazos de conversaciones que la fatiga se encarga en postergar para momentos de pendientes más suaves. Comentamos las pintas de los peregrinos que se cruzan con nosotros, teorizamos las razones que les han podido impulsar a realizar este peculiar camino; pero no llegamos a ninguna conclusión porque las apariencias siempre engañan, y yo puedo dar buena cuenta de ello con la compañera que me ha tocado.

A medida que avanza la mañana el sol calienta más, el silencio se impone, y son momentos para la reflexión. Me encuentro a gusto, pero el cansancio me desanima. En ocasiones pienso que todo esto es una locura; pero si miro alrededor… la fatiga se diluye en la maravillosa sensación de estar en una aventura de mil colores y mil idiomas entremezclados; en un paisaje fresco, tan antiguo que es milenario, con cientos de argumentos para seguir adelante. Hacia Santiago, que ya sólo quedan 690 kilómetros más o menos.

El camino nos ofrece un repertorio de maravillas diarias; hoy la cosa va de puentes y valles verdes, el puente gótico de Larrasoaña, el valle de Esteribor y un sendero suave que bordea el río y paso a paso llegamos a un merendero donde decidimos comer y descansar un rato. El merendero es diáfano, tapizado de verde y con bastantes mesas en buen estado, pero parece completo. A nuestra izquierda veo a una pareja de chicos y un poco de espacio para acoger a dos peregrinos como nosotros. Nos acercamos y pido permiso para sentarnos al lado, uno de los dos nos mira y asiente, nos sentamos con ellos. Observo, mientras desenfundo de papel aluminio mi bocadillo de jamón, que los chicos untan de paté de aceitunas varias rebanadas de pan y que sobre ello, esparcen una minúscula porción de trufa con un diminuto rallador, y por encima de todo, un generoso chorro de algún aliño con diversas hierbas provenzales… Casilda me mira y, en un tono no demasiado bajo como para que no lo oyeran, me dice: “estos son gays”. Y lo eran, claro que sí, a mi amiga no se le escapan esos detalles.

Jorge y Mon (Ra-Món) es una pareja que lleva más de 15 años juntos. Hace una semana que se casaron y decidieron hacer un curioso viaje de novios a Santiago, recorriendo de punta a cabo el camino francés. Jorge es alto y muy delgado, casi enjuto, de rasgos marcados y varoniles, pelo algo largo y una gesticulación un tanto excesiva; "pluma, mucha pluma", como dice Casilda. Mon es de estatura más baja, incipientes entradas y una sonrisa grande, pero desconfiada. Hablamos enseguida intercambiando impresiones sobre lo visto y lo que nos espera por ver hasta el final de la etapa.

El resto de la jornada la realizamos juntos los cuatro. Jorge y Casilda han congeniado pronto y van andando tomando la delantera. Mon y yo, a la zaga, parecemos conectar también. Nuestra conversación se centra en mí, me pregunta intrigadísimo cuál es la relación que me une a Casilda porque ha observado, Mon es muy observador, que no es mi madre, no ve rasgos familiares. Le explico la historia y vuelve a atacar: "¿cuáles son tus motivos para hacer el camino? Y después de Santiago… ¿qué?"… y un sinfín de preguntas. Me parece una persona difícil. Mucho más de lo que aparenta, su sonrisa despista, parece más sociable que Jorge, pero a mi me intimida un poco. Sus gestos y su manera de hablar me desconciertan, me ponen en guardia, aunque intuyo que puede ser un buen compañero de camino.

Y sin apenas darnos cuenta estamos en el puente de la Magdalena, otra obra románica a las puertas de Pamplona. El camino ha desaparecido de repente, ya no hay valles verdes ni ríos que caprichosamente nos acompañan por la derecha o por la izquierda. El ruido y el humo de los coches nos despiertan del letargo del viaje. Hay que ser prácticos y buscar el albergue, cenar, descansar y someternos a los interrogatorios que nuestros amigos tengan a bien hacernos. Mañana será otro día y seguro que mucho más divertido. ¡Buen camino!.

                                                                                                      Jaime Pacios

2 comentarios:

  1. Sigo incondicional tu camino, gracias por esta nueva entrega que sigue siendo fantástica.

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  2. Quizá uno de los encantos más importantes que tiene el camino sea la capacidad de unir a gente de diversa índole con un mismo objetivo común. Es posible que una experiencia como ésta nos permita conocer a personas que, en otro contexto, jamás habríamos conocido. Tu bellísima historia es un fiel reflejo de esto mismo. Tengo este camino como pendiente y tu texto no hace más que incrementar las ganas de realizarlo algún día. Estoy con Chuca, esperamos impacientes la continuación.

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