jueves, 2 de septiembre de 2010

SEPTIEMBRE...

Parece que va a llover, el cielo se está nublando... No, no es una canción, es lo que se me ocurre mirando las nubes de septiembre que han irrumpido en el cielo de Madrid apenas empezado el noveno mes. Me gusta septiembre porque en este mes en que nací, me siento responsable de sus cosas buenas y también de las malas. Me gusta la luz que va esquivando el salón de mi casa y que me permite ir saliendo del letargo al que me arrastra la luz amarilla y despiadada del sol de julio y de agosto. Me gusta septiembre porque despista su etimología latina, parece que hablamos de 7, pero en realidad es un 9, y en eso nadie repara. Me gusta porque me permite salir al jardín sin que me abrasen y me derritan los violentos rayos del sol de la canícula. Me gusta porque las noches tienen un sabor especial, son noches de verano, pero con una temperatura sensual, de amenazas de tormenta, de jolgorio y de fuegos artificiales.

Septiembre es el mes del reencuentro, del comienzo, de la esperanza. En septiembre nace el año, proliferan las promesas que nunca se cumplirán; las colecciones que nadie termina y los dichosos cursos de inglés. Septiembre tiene una frontera imperceptible que, tras pasarla, nos vemos más guapos, más morenos y con muchas más ganas de hacer cosas. Septiembre es el mes de la tregua a la vida fácil y a la relajación de costumbres. Sí, septiembre es mi mes ¿se nota?

miércoles, 1 de septiembre de 2010

LA EVOCACIÓN DEL NARDO

Tiene un olor dulzón, tan intenso que me coloca 20 años atrás, cuando trabajaba en el Auditorio Nacional de Madrid. Allí los días de conciertos "de postín" iba una florista con varas de nardo en ristre y, como en otros tiempos, ofrecía por unas monedas su olorosa mercancía a los clientes que consideraba elegantes. Tenía éxito o poder de convicción o ambas cosas; el caso es que la veía desde el alféizar del anfiteatro dirigirse a los "caballeros" y sin mediar palabra les prendía la diminuta flor en la solapa. Era como un ceremonial, al abrir las puertas, Luisita la florista era una más de la plantilla, incluso se camuflaba con un traje de chaqueta azul marino como el nuestro y al acabar de acomodar a los clientes, se volatilizaba como el perfume de las flores que ofrecía.

Por eso para mi la buena música huele a nardo, porque mi mente hace una extraña sinestesia e impregna cada nota de cada partitura de cada sinfonía... con el olor de los nardos de Luisita.



¿Qué habrá sido de Luisita la florista? ¿seguirá la tradición de los nardos para engalanar las solapas de los hombres? ¿seguirán las mujeres luciendo el revuelo de mantones de Manila cuando llega mayo y Madrid huele a verbena?... quizá sea ya una reliquia de otros tiempos y el pragmatismo del siglo XXI haya acabado ya con esos pequeños detalles "inútiles""pequeños""demodés" que a mi tanto me llaman la atención. Espero que alguien siga teniendo esa nostalgia y no deje morir la tradición, porque también de olores vive el hombre.

sábado, 28 de agosto de 2010

HACIA EL CAMPO DE LAS ESTRELLAS (Cap. II)

Casilda respira hondo y se atreve a subir las empinadas escaleras del albergue de un tirón, sube decidida, con aplomo, como si no se hubiera hecho 20 kilómetros andando, llega al rellano y sin titubear, gira a la izquierda para llegar hasta la habitación en la que vamos a dormir juntos, ella y yo. Soy yo quien tiene el privilegio de abrir la puerta y descubrir una estancia de dimensiones justas, camas separadas y decoración austera pero armónica. Como era de esperar algunos cuadros alusivos a la ruta Xacobea, y poco más. Me siento sobre la cama y, de golpe, soy consciente del cansancio y el dolor de la primera etapa. No creo tener ampollas, pero siento rozaduras por diversas partes del pie y una vaga sensación de mareo y debilidad. Casilda por el contrario no para, se quita la mochila, de descalza y se afana en cumplir la liturgia de todos los días. Se ducha, se da un ungüento grasiento y denso en los pies; y comienza una sesión de reflexoterapia podal que dice que le ayuda mucho también para los dolores del reuma. Descansamos una hora tras una buena sesión de masajes que van y vienen entre nuestras manos y nuestros pies; y nos vamos a dar una pequeña vuelta de reconocimiento al pueblo.

Caminamos unos minutos hasta el Puente de la Rabia, una bonita construcción del siglo XII; y hacia la fuente de aguas curativas, que buena falta nos hace. El pueblo es pequeño, pero lleno de encanto. Hay peregrinos por todas partes, pero no resulta agobiante. Nuestra conversación en castellano se mezcla con la de otros en inglés y francés sobre todo; pero yo abro todos los canales de comprensión para centrarme en mi amiga, que creo que tiene unas inmensas ganas de hablar y de contarme algún capítulo de su vida que hace tiempo que no le cuenta a nadie. No me equivoco, durante la cena… un tanto frugal…, me habla de su marido, de los pormenores de su triste fallecimiento tan repentino; de su soledad, de su pasada angustia al saberse sola sin más apoyo que el de tres hijos disgregados, por razones de trabajo, en Salamanca, Segovia y Santander respectivamente. La escucho con la sensación de que no es tristeza lo que siente, sino rabia por tener tan lejos a sus hijos que tanta falta le hacen en este momento, no entiende las razones que les han llevado a abandonar Zamora en busca de trabajos que no les satisfacen “y para eso se van tan lejos… anda que no hay trabajos malos en Zamora…

La tarde va perdiendo sus colores, se ilumina la iglesia y ahora si que es una delicia pasear y disfrutar de las calles empedradas. Me siento bien en este entorno, por momentos hay abundancia de gente rebosando las puertas de los pocos bares, pero es una muchedumbre silenciosa, fatigada del camino y con ganas de reposo. Nos vamos al albergue “mañana a las seis en pie, eh majo” y empiezo a ser consciente de que voy a dormir junto a una desconocida, de 73 años cuyas costumbres desconozco… a ella parece darle igual.

Casilda parece que no para de darme sorpresas, al llegar a la habitación oigo una canción muy de moda estos últimos meses, “Viva la vida” de Cold Play, y pienso que puede ser alguna especie de hilo musical de la posada; pero no, se trata de su iPhone que saca con toda la naturalidad del mundo del lateral de su mochila.

- Hola nena, me pillas entrando en la habitación con un hombre… ¡No tonta!, cómo voy a ligar, si podría ser mi hijo…

Y mi amiga se ríe con una carcajada amplia y feliz porque está hablando con su hija, la de Santander, y le cuenta día a día los avatares de la etapa, los hallazgos del camino y sus planes para el próximo día. Como tenemos iPhone miramos la etapa del día siguiente y nos hacemos una idea de lo que nos espera. Parece, además, que hará buen tiempo y apenas hay tramos en carretera. Todo controlado, podemos dormir.

El día amanece entre nubes bajas y temperatura algo fresca; he dormido del tirón y sin sentirme intimidado por la presencia. Desayunamos fuerte y comenzamos una jornada que va a estar jalonada de puentes románicos y tramos en descenso hasta nuestra meta: Pamplona. La ruta es bonita, después de pasar una fábrica de manganesa a la salida de Zubiri, nos adentramos en una serie de valles que atraviesa el río Arga y algunos de sus afluentes. El paisaje es cada vez más verde y zigzagueante; la sombra nos acompaña durante la mayoría de los tramos, y lo agradecemos porque las nubes bajas han sido fulminadas por un sol engañoso que nos castiga las zonas más expuestas de nuestro cuerpo. A ratos callamos, pero a menudo hablamos retazos de conversaciones que la fatiga se encarga en postergar para momentos de pendientes más suaves. Comentamos las pintas de los peregrinos que se cruzan con nosotros, teorizamos las razones que les han podido impulsar a realizar este peculiar camino; pero no llegamos a ninguna conclusión porque las apariencias siempre engañan, y yo puedo dar buena cuenta de ello con la compañera que me ha tocado.

A medida que avanza la mañana el sol calienta más, el silencio se impone, y son momentos para la reflexión. Me encuentro a gusto, pero el cansancio me desanima. En ocasiones pienso que todo esto es una locura; pero si miro alrededor… la fatiga se diluye en la maravillosa sensación de estar en una aventura de mil colores y mil idiomas entremezclados; en un paisaje fresco, tan antiguo que es milenario, con cientos de argumentos para seguir adelante. Hacia Santiago, que ya sólo quedan 690 kilómetros más o menos.

El camino nos ofrece un repertorio de maravillas diarias; hoy la cosa va de puentes y valles verdes, el puente gótico de Larrasoaña, el valle de Esteribor y un sendero suave que bordea el río y paso a paso llegamos a un merendero donde decidimos comer y descansar un rato. El merendero es diáfano, tapizado de verde y con bastantes mesas en buen estado, pero parece completo. A nuestra izquierda veo a una pareja de chicos y un poco de espacio para acoger a dos peregrinos como nosotros. Nos acercamos y pido permiso para sentarnos al lado, uno de los dos nos mira y asiente, nos sentamos con ellos. Observo, mientras desenfundo de papel aluminio mi bocadillo de jamón, que los chicos untan de paté de aceitunas varias rebanadas de pan y que sobre ello, esparcen una minúscula porción de trufa con un diminuto rallador, y por encima de todo, un generoso chorro de algún aliño con diversas hierbas provenzales… Casilda me mira y, en un tono no demasiado bajo como para que no lo oyeran, me dice: “estos son gays”. Y lo eran, claro que sí, a mi amiga no se le escapan esos detalles.

Jorge y Mon (Ra-Món) es una pareja que lleva más de 15 años juntos. Hace una semana que se casaron y decidieron hacer un curioso viaje de novios a Santiago, recorriendo de punta a cabo el camino francés. Jorge es alto y muy delgado, casi enjuto, de rasgos marcados y varoniles, pelo algo largo y una gesticulación un tanto excesiva; "pluma, mucha pluma", como dice Casilda. Mon es de estatura más baja, incipientes entradas y una sonrisa grande, pero desconfiada. Hablamos enseguida intercambiando impresiones sobre lo visto y lo que nos espera por ver hasta el final de la etapa.

El resto de la jornada la realizamos juntos los cuatro. Jorge y Casilda han congeniado pronto y van andando tomando la delantera. Mon y yo, a la zaga, parecemos conectar también. Nuestra conversación se centra en mí, me pregunta intrigadísimo cuál es la relación que me une a Casilda porque ha observado, Mon es muy observador, que no es mi madre, no ve rasgos familiares. Le explico la historia y vuelve a atacar: "¿cuáles son tus motivos para hacer el camino? Y después de Santiago… ¿qué?"… y un sinfín de preguntas. Me parece una persona difícil. Mucho más de lo que aparenta, su sonrisa despista, parece más sociable que Jorge, pero a mi me intimida un poco. Sus gestos y su manera de hablar me desconciertan, me ponen en guardia, aunque intuyo que puede ser un buen compañero de camino.

Y sin apenas darnos cuenta estamos en el puente de la Magdalena, otra obra románica a las puertas de Pamplona. El camino ha desaparecido de repente, ya no hay valles verdes ni ríos que caprichosamente nos acompañan por la derecha o por la izquierda. El ruido y el humo de los coches nos despiertan del letargo del viaje. Hay que ser prácticos y buscar el albergue, cenar, descansar y someternos a los interrogatorios que nuestros amigos tengan a bien hacernos. Mañana será otro día y seguro que mucho más divertido. ¡Buen camino!.

                                                                                                      Jaime Pacios

viernes, 20 de agosto de 2010

HACIA EL CAMPO DE LAS ESTRELLAS

Y de repente estoy en Roncesvalles, no me preguntéis cómo; pero esta noche me he decidido, después de tantos años buscando excusas, preparándome mentalmente, buscando gente con quien realizar este gozoso camino… a hacer el Camino de Santiago. Sin preparación previa, sin mentalización de ningún tipo, sin buscar calzado apropiado para tantos kilómetros a pie; sin apenas echar en la mochila los aparejos imprescindibles; sin comunicar a mis más allegados semejante pretensión, sin nada de esto, como un insensato, me he echado a un camino de 780 kilómetros para recorrer solo o en compañía de otros.

La sensación es rara, hace tan sólo unas horas estaba casi pendiente del televisor casi “sufriendo” ante las jugadas de una Selección Española (la Roja) que ni siquiera llevaba este color… y ahora me encuentro en un mundo distinto, ni calor hace. Lo único que me importa ahora son ciertas señales con forma de concha que son mis aliadas, que me buscan, más que yo a ellas, por estos primeros pasos hacia Santiago.

Comienzo a andar. Los primeros momentos son de euforia, una espléndida sensación de atrevimiento, un hito en mi vida y una aventura por vivir sin fechas cerradas; ningún trabajo me espera, ningún compromiso me sujeta y tengo todo el tiempo del mundo.

Llevo caminando dos horas en las que me cruzo, avanzo en paralelo o saludo a algunos de los peregrinos que comparten mi camino. Casi todo el mundo va en grupos o parejas, muchos de ellos, son extranjeros; la mayoría franceses, es fácil distinguir esa fonética tan gutural y esa genuina posición de labios que avanzan y redondean con tanta facilidad, siento envidia, los miro, pero sigo mi camino no sin antes estrenar el saludo oficial de los que vamos por la misma senda hacia un mismo destino: ¡“Buen Camino”!.

Un tenue sol de verano, que en nada se parece al de Madrid, llega al centro del día y me recuerda que hay que comer e ir pensando en un sitio para dormir. Cuando salí de casa esta madrugada ni me planteé ciertas necesidades, que las tengo, como humano que soy.

Atravieso una pequeña localidad a pie del camino y veo una pequeña tienda en la que hay varios peregrinos, me acuerdo de esa vieja máxima que todo español conoce y que dice “allá donde veas camiones parados, se come bien” y por asociación de ideas me paro, saco el dinero y entro en la tienda para comprar algo. Entro y no parece una tienda de comestibles, todo está lleno de gente con mochilas, veneras de Santiago y bastones (viejos cayados de palo o modernos bastones para senderismo con mira telescópica), cantimploras tipo boy scout o la tradicional , socorrida y sobre todo pintoresca de calabaza hueca. Todos están arremolinados en torno a varios tenderetes en los que se exponen quesos, jamón, panes y productos lácteos industriales y otros que parecen elaborados por alguien del pueblo.

Consigo comprar algo de embutido y un poco de fruta, no tengo demasiada hambre, pero todo tenía tan buena pinta que era imposible no probarlo. Me siento en un banco de piedra junto a una pequeña plaza con una iglesia de piedras oscuras y techumbres de algo similar a la pizarra. Me gusta, como un bocadillo y contemplo todo lo de alrededor; pero los de mi alrededor también me contemplan a mí. No sé por qué, quizá sea porque no doy el tipo de peregrino, ni mi indumentaria ni mi actitud se ajusta a ese prototipo. Me miran y siguen su camino y quizá piensen en mi desubicación, un chico de ciudad como yo… se me nota a la legua… ¿y haciendo el camino solo? o quizá piensen en mí como un estrafalario peregrino con una pequeña mochila en la que no cabe todo lo necesario para tantos días de camino… Lo que está claro es que yo no pensaba cargar con tantos kilos a mis espaldas, soy muy cómodo, lo sé; pero es mi forma de disfrutar de esta aventura.

Sigo la singladura en la que cada vez se hace más incómodo transitar. El famoso camino no está en condiciones. Ayer llovió y se han formado verdaderos charcos y tremendos barrizales. Mi calzado no es el apropiado, ya lo dije; pero es el que hay y muchas veces tengo que sortear los charcos mediante un buen rodeo. No importa, estoy aquí para eso y por todos los caminos se llega a Roma o a Santiago.

De repente, cansado de ir embebido en conversaciones y discusiones conmigo mismo en las que, por cierto, yo siempre tengo los argumentos más sensatos… veo no lejos de mí, la silueta balanceante de una mujer en el camino. Según me aproximo veo que es una mujer de unos 70 años, estatura normal, pelo ligeramente recogido con una cinta de felpa y perfectamente equipada para recorrer los más de 700 kilómetros hasta nuestro destino. Me sorprende su soledad, pienso de inmediato que es la rezagada de algún grupo de otras mujeres u hombres de su edad. Pero no, parece ir muy tranquila y no echa de menos a nadie. La saludo con el consabido ¡“Buen Camino”! y ella, sorprendida, me dice ¡“hijo, qué susto”!. Carcajada de ambos y amistad y compañía hasta el final de la etapa.

Casi todas las amistades cuentan con una anécdota que suele ser el origen de su relación, la nuestra, la de Casilda, que así se llama mi nueva amiga, y mía; fue eso, el susto en forma de saludo con el que rompimos el hielo y nos acompañamos durante el resto de la jornada.

Me cuenta Casilda que lleva tres días de camino, que empezó en Saint Jean au Pie de Port, que apenas está cansada porque está muy acostumbrada a andar todas las tardes un par de horas por los alrededores de su Zamora natal; que su idea de hacer el camino surgió de una afrenta personal por parte de su cuñada quien la desprecia hasta el punto de no creer que pudiera ir sola ni a la vuelta de la esquina… que se quedó viuda en 2004 justo dos meses antes de empezar un camino de Santiago al que sí habría asistido acompañada y que ahora, reestablecida de esa pérdida, se atreve a hacerlo “para ofrecérselo a mi Fermín” que así se llamaba su marido.

Casilda me habla y yo escucho, escucho y observo sus gestos, su manera de caminar tan oscilante que parece que lleva amortiguadores; pero no, se trata de un incipiente reuma que está dando sus primeras señales y que de momento no afectan a su valentía para caminar por este tramo que se ha vuelto más pedregoso y empinado que en su comienzo.

Casilda habla y habla y a mí me divierte, me gusta mirar sus gestos que enfatizan su discurso, su expresividad de matrona de una Castilla primitiva y poco contaminada por las modas lingüísticas de las grandes ciudades. Me gusta mirar las dramatizaciones casi teatrales cuando habla por boca de su cuñada o de las vecinas con las que tiene algún “asunto pendiente”. Me produce ternura, pero también me siento solidario con ella porque está haciendo algo que ya daba por perdido y sobre todo porque nadie daba un duro por su aventura, y ya lleva tres jornadas demostrándose a sí misma que ninguna cuñada le va a robar sus ilusiones.

Casilda sigue hablando y yo empiezo a sentir los primeros síntomas de cansancio; no de sus historias sino de mis piernas. Las siento algo entumecidas y empiezo a preocuparme por buscar alojamiento, una buena ducha y comer algo. El camino es ahora un vertiginoso descenso entre boj, portones que se abren y cierran hasta la entrada de Zubiri y fin de mi primera etapa.

Gracias a Dios, Casilda sabe de un albergue “muy sencillo, pero muy limpio” que se llama “El Palo de Avellano”. Allí entramos… sólo disponen de su habitación; pero ésta es doble… así que me invita a pernoctar con ella esta noche. Mañana Dios dirá.

                                                                                                                    
                                                                                                       Jaime Pacios